“Alien Duce dice desde la TV / Que no quiere estar jamás en la TV”. (Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, en el álbum “Último bondi a Finisterre”)
El deterioro de la institucionalidad argentina expuso, esta semana, un agravamiento de su cuadro. La irrupción del populismo, y su cronificación a lo largo de las últimas dos décadas, malversó algunos cimientos de la democracia. Concretamente, surgió un período de desprecio del consenso.
Hace 20 años que el país experimenta una exaltación del antagonismo. Y, por ende, una entronización del maniqueísmo. Todo es “nosotros / ellos”, “amigos / enemigos”, “nacional y popular / cipayos y destituyentes”, “leales / traidores”. Esta concepción binaria -y paupérrima- de la política y de la realidad fue alimentada por el kirchnerismo desde el corazón de su teoría política. “Considero que concebir el objetivo de la política democrática en términos de consenso y reconciliación no sólo es conceptualmente erróneo, sino que también implica riesgos políticos”, escribió Chantal Mouffe en su ensayo “En torno a lo político” (Fondo de Cultura Económica, 2007, Buenos Aires). El pensamiento de la filósofa belga y de su esposo, el politólogo argentino Ernesto Laclau, fue públicamente gravitante sobre el matrimonio Kirchner.
Sobre la base de esta desnaturalización de la democracia, el diálogo fue marginado y denostado. Durante los cuatro gobiernos kirchneristas, indudablemente; pero también durante la gestión de Cambiemos. En rigor, la propia idea de construir entendimientos no sólo fue dejada de lado por los protagonistas de la escena política nacional, sino que también fue abandonada por la conciencia política de la ciudadanía. Lo cual fue un boleto de ida hacia la despolitización de la sociedad. Quienes conciben a la política como un mero vehículo de revanchismo no son pocos. Más bien son legión.
El devenir político de la Argentina venía involucionando dentro de esos parámetros hasta esta semana, cuando el decadentismo exhibió un nuevo patrón. Por estos días, a la carencia de diálogo, se sumó una aberración inquietante: a la palabra de los líderes políticos se le extravió la realidad.
El descubrimiento
La ironía es el postre preferido de la historia. El 19 de febrero de 1473 nació Nicolás Copérnico. Su teoría heliocéntrica provocó una de las mayores revoluciones científicas de la historia: terminó con la concepción geocentrista, que concebía a la Tierra como el centro del universo. El cimbronazo fue descomunal: todo el conocimiento fue puesto en duda. La duda, de hecho, se convertirá, luego, en el método del conocimiento. La humanidad descubrirá que el nuestro era apenas un planeta más orbitando alrededor del sol. Las consecuencias fueron que, así como el universo no giraba en torno de la Tierra, tampoco Europa era el centro del planeta. Ni Roma era el centro de Europa, ni mucho menos del poder. El hombre, huelga decirlo, dejó de ser el ombligo de la “creación”.
El 19 de febrero de 1953, según el calendario gregoriano, nació Cristina Fernández, hoy viuda de Kirchner. Ella, el lunes pasado, el día de su cumpleaños 71, descubrió que hay pobres en Argentina.
Ese día se había avisado aquí sobre el informe del Observatorio de la Deuda Social Argentina, que daba cuenta de que la pobreza había pasado del 49,5% en diciembre a 57,4% en enero. El índice del último mes del cuarto gobierno kirchnerista ya era altísimo, pero el significativo salto en enero se debió, principalmente, a la devaluación del 118% que la gestión de Javier Milei dispuso a poco de asumir. En esa columna (“El hambre, la pobreza y el espantapájaros”) se dio cuenta de que la respuesta del Presidente había sido negacionista: todo, dijo, era “herencia de la casta”.
Cristina, que fue dos veces jefa de Estado entre 2007 y 2015, y Vicepresidenta de la Nación hasta hace 70 días, respondió que toda la responsabilidad de la catástrofe social argentina es de la gestión de Cambiemos (2015-2019) y del FMI. “Hoy ya estamos peor que en el año 2004. La verdadera tragedia es que no están jugando un juego de mesa, sino con la mesa de los argentinos”, escribió ella.
A partir de la intervención del Indec en diciembre de 2006, los dos mandatos de Cristina estuvieron signados por índices inflacionarios embusteros. Para la historia de la vergüenza nacional quedarán las declaraciones de Aníbal Fernández del 9 de junio de 2015. “Aunque no lo quieran creer, en Alemania hay más pobres que en Argentina”, aseveró, siendo jefe de Gabinete. Ese fue siempre el requisito fanático del “relato”: había que “querer creerlo”. Porque siempre fue inverosímil.
En el cuarto gobierno “K”, la pobreza pasó del 35,5% (el último semestre del macrismo) al 49,5% del informe de diciembre del Observatorio de la UCA. Eso equivale a unos 4 millones más de pobres. Es decir, la gestión de Alberto Fernández y de Cristina no sacó a un solo argentino de la pobreza. Por el contrario, introdujo a ese escarnio social, en promedio, a un millón de compatriotas por año. Sin embargo, la ex mandataria se expresa como si la pobreza hubiera pasado de 0% a 57,4% en dos meses. Como si ella hubiera sido ajena a la gestión que generó el año pasado una inflación del 211,4%. Un índice demencial, insuperable en el planeta, que es una máquina de fabricar pobreza.
Lo más atroz es que Cristina, además, habla como si tampoco registrara las consecuencias que la corrupción del kirchnerismo ha tenido en el despojo colectivo. En diciembre de 2012 fue condenada, en primera instancia, a seis años de prisión, por el delito de administración fraudulenta. El perjuicio al Estado fue calculado por la Justicia en 1.000 millones de dólares. La causa apenas investigó 51 obras viales, direccionadas únicamente a las empresas de Lázaro Báez, sólo para Santa Cruz, entre 2003 y 2015. Apenas un botón de muestra. Da vértigo proyectarlo a todo el universo “K”.
Ese dineral no fue a la mesa de los argentinos. Mucho fue a la mesa de “La Rosadita”, la financiera investigada en “La ruta del dinero K”, causa en la que revocaron el sobreseimiento de Cristina.
La batalla cultural
La inconsistencia entre el decir y el hacer parece ser requisito para ser candidato presidencial del kirchnerismo. Alberto Fernández se declaró satisfecho con su gestión y, al otro día, se fue a España para no vivir en el país que nos dejó. Sergio Massa, que encarnó el proyecto continuista de los “K”, sorprendió a más de un gobernador dialoguista en lo poco que va de este larguísimo año: llamó para reprochar “falta de lealtad” con el peronismo a los que “conversan” con la Casa Rosada. Un mandatario provincial, con diplomacia, le recordó que él había eliminado la cuarta categoría del Impuesto en las Ganancias durante su malograda campaña electoral, provocándoles un agujero negro en la coparticipación. A cambio, había prometido compensar esos recursos: nunca lo hizo. Otro jefe de Estado del interior le recordó al ex ministro de Economía que alguien que fue ucedeísta, kirchnerista, antikirchnerista y otra vez kirchnerista, no podía pedirle “conducta” a nadie. Y le cortó.
Los que derrotaron al kirchnerismo en las urnas, en noviembre pasado, debían ser una instancia superadora de esas incoherencias. Pero el tiempo es empecinadamente entrópico. Y el presidente Javier Milei ratificó esta semana que la palabra pública seguirá desprovista de sensatez.
“No dejo de pensar que el Estado es una organización criminal violenta que se financia con una fuente coactiva de ingresos llamados impuestos”, dijo el jefe del Estado.
“Cuando dejaste de ser cordero y te convertiste en un león, no volvés a ser cordero. El 56% de los argentinos lo vio y por la lógica del sistema electoral todavía no tengo esa representación en ese nido de ratas que es la Cámara de Diputados o el Congreso”, enfatizó Milei, quien hasta el 10 de diciembre fue miembro de la Cámara de Diputados. O del Congreso, si se prefiere.
“Una de las cosas por las cuales los políticos no ven y no entienden lo que hago, es que partimos de premisas distintas. Ellos parten de un supuesto que creen que la gente los ama y yo parto desde el supuesto que son una mierda y que la gente los desprecia”, imprecó el argentino que ocupa el más encumbrado de los cargos políticos de este país: la Presidencia de la Nación.
Con independencia de lo que Milei opine de sí mismo, lo inquietante de sus insultos consiste en que, en todos los casos, desprecian la democracia. En primer lugar, demonizar a los políticos es demonizar a la democracia, porque para que haya democracia necesariamente debe haber políticos. Si no los hubiera, el sistema de gobierno sería otro. Sería una monarquía o una dictadura, sería una aristocracia o una oligarquía, pero no una democracia. ¿Hacen falta mejores políticos? Sin duda. Y ello redundará en una mejor democracia. Pero la Argentina, a lo largo del siglo XX, tuvo varios gobiernos de quienes no eran políticos. Y esos fueron los peores momentos de nuestra historia.
En segundo lugar, no hay democracia sin Congreso. La historia reciente lo testimonia. El Golpe de Estado de 1930 cerró el Congreso y proscribió a la UCR. El de 1943 limitó las libertades individuales y persiguió a dirigentes de izquierda y a sindicalistas, a los que convirtió en presos políticos que deportó a prisiones en la Patagonia. El de 1955 proscribió al peronismo y fusiló a peronistas. El de 1966 destruyó el tejido socioeconómico de Tucumán mediante el cierre masivo de ingenios. El de 1976 sí que convirtió al Estado en una organización criminal violenta, perpetradora de los más aberrantes delitos de lesa humanidad. Y, además, amasó una deuda externa impagable.
En tercer lugar, las soluciones democráticas para los desafíos que enfrentan las democracias se construyen con diálogos y acuerdos. Si los líderes políticos de la Argentina son una ex presidenta sin conciencia de los errores (ni de las consecuencias) de sus muchos gobiernos, y un jefe de Estado que en lugar de debatir se dedica a insultar, sólo se pueden construir dificultades.
La Argentina no encuentra su salida del laberinto, justamente, porque hace 20 años optó por deplorar el consenso y por endiosar el antagonismo. Esa es la verdadera batalla cultural por librar. Y, en lo que va de la confrontación, el gobierno que vino a “cambiar” el país la va perdiendo sin escalas.